Sonó la alarma. Eran las seis de la mañana y apenas comenzaba a clarear. El azor entreabrió los ojos, balbuceó una maldición y se levantó lentamente.
Su esposa aún dormía, del lado izquierdo de la cama. Al mirarla tuvo el primer sentimiento claro del día, una mezcla de ternura y envidia. La cubrió con la manta y salió del cuarto.
En el baño, mientras se acicalaba las plumas, pensó en algunos de sus compañeros de trabajo, que más bien se escabullían de la responsabilidad de llegar a horario al edificio. Siempre los había mirado con desdén, y era ésa la clase de pájaros que incrementaba su carga laboral. Pero a esa hora de la mañana, hasta le simpatizaban. Sin embargo, el pensamiento le duró poco. No le disgustaba su empleo especialmente, y sentirse útil le parecía importante.
Se lavó el pico y se frotó los ojos con las alas. Terminó de arreglarse y salió por la puerta, cuidando de no hacer ruido.
El edificio estaba silencioso, como pocas otras veces. Tenía vecinos bastante molestos, que empezaban a vociferar ni bien despuntaba el sol: afortunadamente, se encontraban de vacaciones en la costa. El azor pensó que tal vez el año entrante podría acumular la voluntad suficiente para conducir hasta algún balneario. Dependía también del estado de su economía, por supuesto.
Salió del ascensor en el subsuelo y se encaminó hacia su auto. Pudo sacarlo, no sin dificultad, de al lado de otro auto que estaba francamente mal estacionado. Reconoció el auto del pichón del cormorán, un verdadero golfo que vivía a expensas de su padre. Otros tenían otra clase de suertes, se dijo.
Sacó el auto del estacionamiento, lo condujo por el empedrado de la calle de su edificio y rápidamente tomó por una de las arterias de la ciudad.
La mañana no había parecido ajetreada ese día, al menos no desde la perspectiva de su barrio. Anduvo uno o dos kilómetros sin problemas, hasta que llegó a la autopista. Allí, un grupo de gorriones y palomas había entablado un bloqueo con ramas y piedras, que inhabilitaba dos de los carriles de la vía. El azor recordó haber visto, en las noticias del día anterior, que había tensión en esa zona de la ciudad, por una cuestión de movilidad: los gorriones y palomas que moraban allí habían estado reclamándole al gobierno que obligase a la empresa que tenía la concesión de la autopista a que construyera una bajada de la misma, que saliera a aquél barrio. Se sentían aislados del progreso, y con razón.
El azor vió cómo el tráfico se iba intensificando gradualmente, y notó que debía reducir la marcha de su coche, hasta el punto de toparse con un verdadero embotellamiento. La perspectiva era tediosa de sólo concebirla: era febrero, y cualquier espacio reducido podía convertirse en un hades en cuestión de minutos.
El azor maldijo para sí, se resignó a oír bocinas y graznidos durante un buen rato, y a llegar totalmente fuera de horario a su trabajo.
Y entonces tuvo una epifanía.
Sentado allí, frente al volante, reflejado en el retrovisor, comenzó a mirarse. El automóvil que era su prisión de metal y plástico fue dando paso a otra prisión, más intrínseca. Se miró durante largos minutos, investigó cada línea de su rostro, cada rincón de sus ojos. Creyó conocerse, allí, en ese momento, más de lo que se había conocido en todos sus años. Y así, fugazmente, pensó que tal vez había algo que debía hacer, algo para lo cual serviría. Pensó que tal vez había algo más allá de todos esos días, de todas las cosas rutinarias, de todo el tiempo desperdiciado en apagar el despertador, en acicalarse las plumas, en arreglarse, en conducir hasta el trabajo, todo eso que básicamente era su vida. Quizás, se dijo, hay algo en mi naturaleza, algo de lo que no me he dado cuenta. Algo con lo que sueño, algo que añoro, algo que nunca soñé que podría hacer, y sin embargo es aquéllo a lo que estoy destinado.
Y desde el embotellamiento en la autopista, a través del parabrisas, el azor miró las nubes, en el cielo… y se soñó volando, allí arriba, por encima de los edificios y de las antenas, por encima de todo lo común y ordinario de este mundo. Volando solo, con el viento acariciándole las plumas, nada más que él, las nubes y el aire…
Allá en lo alto, donde ningún pájaro había llegado jamás.